Un par de topes

"Cuando uno deja su país se encuentra en un lugar en el cual hasta los árboles le hablan en otro idioma, cada elemento del paisaje es extraño y nuevo". Cuando le dije esto a Katherine estaba en su departamento en Estocolmo, enfermo y con dinero suficiente como para tomar un camión al aeropuerto y comer dos sandwiches en el camino. Esa noche acababa de regresar del viaje más extenuante de toda mi vida y el "Laberinto de la Soledad" de Octavio Paz me dejó esa alegoría del árbol que hablaba en otros idiomas.

Siete días antes dejé la comodidad y la seguridad que era el estar con la familia, aunque fuera en una ciudad extraña, por un viaje de 48 horas de cosas completamente nuevas. Un tren en el que todo estaba en sueco y no tenías la seguridad de si tu destino ya había pasado o no. Una plataforma horrible y 12 horas de silencio frente a un mar negro y agitado. Una oficial de migración que no hablaba más que ruso o lituano a la que le hablé con señas. Los árboles blancos que de acuerdo a una leyenda habían nacido debido a una mujer que no pudo guardar un juramento y que, aparte, me hablaban en lituano. Un autobús lleno de gente hablando como si tuviera un pedazo de bolo alimenticio en la garganta. "Sabes qué, no me gusta el lituano, suena muy feo", le dije con dolor de cabeza a mi anfitriona. Ella se echó a reir y me dijo "eso no es lituano, es ruso y sí, suena horrible". Me costó tanto trabajo llegar que me costó más aún emprender el regreso.

De regreso en Suecia me di cuenta que en realidad no había terminado el viaje y que solamente era una parada para retomar fuerzas. Las 12 horas del barco me habían dado una bronquitis espantosa que me duró unas 6 semanas. Luego dos aviones y 5 horas de conexión en Inglaterra. El estómago me rugía y, en un aeropuerto, en Inglaterra, las cosas son incomprables. Así que decidí comprarme una ensalada. Tenía tanta hambre que me comí con singular alegría unos jitomatitos que estaban en la ensalada, ahí descubrí que ni con tanta hambre me puedo comer esa fruta. Me dolió hasta el alma tener que tirarlos porque en realidad tenía mucha hambre. Cuando llegué a Bélgica, mi viaje había terminado, pero aún así no estaba en casa.

"Yo no voy a volver nunca a este lugar. Me la pasé tan bien con ustedes que cuando regrese todo el paisaje me recordará estos días". Esta era Kateryna, una historiadora checa que formaba parte del grupo de 10 voluntarios que estabamos en Carnac. En 20 días nos habíamos hecho un grupo muy sólido que se la pasaba por aquí y por allá literalmente en manada. Bailamos con Guerric, nadamos con Julien en un oceano terriblemente helado, pedí por primera vez ride con un italiano al que nadie quería subir al carro porque tenía cara de malandro, bebimos cerveza con licor de Cassis que preparaba Sophie todos los días para acompañar la comida, con Kateryna nos levantamos terriblemente temprano para ver el amanecer en las ruinas y el manto de la bruma extenderse sobre un campo de dólmenes perfectamente alineados, Helen corría delante de mi gritando como loca (lo que me hacía ver a mi como un loco que la perseguía) y a Frieda le chocaba que sonriera cuando me tomaba fotos porque prefería que fuera natural. Esa fue la primera y la única vez que corrí junto a un tren.



Es imposible viajar sin pensar en ese pequeño montón de sensaciones que se acumulan unos sobre otros, qué se ve, qué se huele, que se come, con quién se camina y de qué se ríe. Porque el camino que sólo es una linea recta de concreto hidráulico es excelente, monótono, aburrido y demasiado rápido. Yo prefiero el que tiene baches y topes, mientras pongo música en mi radio. Para mi son caras, frases, anécdotas y esa constante banda sonora que nos acompañan a donde vamos.

Comentarios

Violeta ha dicho que…
clásica, aaah cómo me pega esta canción que me trae recuerdos de mi vida viajera y vagabunda ;O)

Sur les chemins de la bohème
j'ai croisé le bout du monde
des p'tits matins
au café crème
je taxais ma première blonde

avant d'partir le pouce en l'air,
à l'autre bout du bout du monde
Saurio ha dicho que…
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