Sin rumbo

El trabajo hace las posibilidades de escaparse mucho más amplias pero los fines de semana más cortos. Con la experiencia de vivir en un lugar con un mal sistema de transportes que comuniquen entre ciudades, tuve que adquirir a Robotina, magnífico GPS que siempre me dice como llegar, aunque siempre me da una vuelta de más.

Esto hace del viaje una experiencia más agradable, siempre sabes donde estás, que hay a tu alrededor y dónde queda el baño más cercano. Complementado con el iPhone, mi afición por los mapas y mi ubicación en ellos se ve satisfecho facilmente. Pero siempre nos quita ese placer de perderse, no dentro de las ciudades (que sigue siendo uno de mis mayores placeres), sino fuera de ellas.

Hace una seemana Lola y yo aprovechamos uno de los últimos puentes del verano para ir a un lugar cerca de un bosque y un río bastante grande. Las condiciones anteriores al viaje nos hicieron cambiar de planes cada 3 horas. Primero llegabamos a un hotel, luego a una cabaña; ibamos solos, acompañados, solos; salíamos temprano, tarde; hacíamos escalas, mejor no, mejor sí.

Terminamos en un lugar que Robotina no conocía, y ahora manejabamos por una terracería en medio de un bosque de maples que cada vez se cerraba más. Un letrero de "camino sin mantenimiento, peligroso de noviembre a mayo" se  asomó entre la maleza y nos hizo dar vuelta en U. Un cementerio y algunas casas claramente abandonadas pasaron antes de pasar el bosque. Luego siguieron pastizales, graneros, otro cementerio y corrales de ganado, hasta que doblamos por otro camino de grava, otro y luego otro más, dos cementerios. En medio de la retícula de caminos rurales, Robotina solo marcaba una línea recta, como si sólo existiese un único camino para salir de ahí.

Llegamos por fin a la única tienda de alimentación a la redonda que nos marcó la Robotina. En un pequeño pueblito que se extendía 8 cuadras de largo por 4 de ancho. El cementerio a las afueras, unos metros más adelante, una licorería y el minisuper, al estilo mexicano. Un par de congelados, leche, cereal y fruta antes de que lo cerraran. Todo iba bien, pero ya oscurecía y nuestras tripas empezaban a tronar y a gemir por la falta de comida, sobre todo después de pasar a comprar víveres.

Aquí no funcionaba el GPS ni había señal de celular. Terminamos en otro lugar sin registro. Una tienda enorme de coleccionables de Coca Cola, que vendía hamburguesas y café, atendido por una familia de gente rubia y algo rolliza con un acento bastante raro. Al entrar había en una mesa dos señoras de edad que nos miraron como si de un momento a otro fuesemos a asaltar el lugar. Ordenamos un par de hamburguesas y nos sentamos a platicar. Entró otro señor que pidió una taza de café y se sentó un momento en la mesa que las ancianas acababan de abandonar "fui al karaoke, pero como no había nadie, mejor me vine aquí". Salió de la cocina una señora para preguntar si nos trataban bien e hizo seña como de disculparse por tener que salir. A los cuantos minutos regresó y nos hizo la misma pregunta.

Ahora ya era de noche y en todas las placas viejas de Coca Cola y de gasolina Shell se reflejaban los focos incandescentes que llenaban de amarillo el lugar. Lola dijo, ¿Qué hay en esos frascos? En frascos de disección, se encontraban entre algodones viejos una serie de pelotas de softball con fechas y las anécdotas escritas con una manuscrita sencilla pero pulcra.

Nos paramos, pagamos y empezamos a salir. Junto a la puerta había una serie de bolantes que platicaban la historia del pueblo y de los dos bicentenarios edificios que eran como sus catedrales, así como una visita guiada de "espantos" del pueblo. La gente de la tienda nos despidió con un "come again", pero era más que evidente que no lo haríamos.

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