Take me out to the ball game (con notitas musicales)

Normalmente intento ir una vez al año a ver un partido de baseball. En sí, el ritmo de juego es lento y bastante aburrido. Ver lanzar, batear, strike, out, siguiente turno. La gente se para seguido y tienes que estar cabeceando de vez en cuando para esquivarlos y ver si algo pasa, curiosamente siempre pasa cuando tienes alguien enfrente y el partido dura horas.

Aún así irse al estadio es todo un ritual de coliseo que me encanta. En el caso de Detroit, el estadio tiene menos de 10 años y las gradas voltean a ver a los edificios del centro de la ciudad. Concientes de lo lento del juego, el entorno es amigable a los niños e impacientes. Tiene un restaurante dentro, dos bares, juegos para niños, lo que incluye una rueda de la fortuna con canastas en forma de pelotas de baseball; cuatro tiendas oficiales del equipo y centenares de puestos de hamburguesas, pizzas, hot dogs y bebidas alcoholicas.

A diferencia de México, las areas no están restringidas, por lo que en cualquier momento de puedes cambiar a un mejor lugar cuyos dueños ya se aburrieron, y aunque la afición es grande nunca se comparará con el ruido que hacen los estadios mexicanos.

Este año decidimos ir a finales de año, con Roberto y Juliana. Como siempre, esas decisiones se toman una noche antes en un bar, por lo que llegamos sin boletos. El estadio a reventar porque era el día de la familia en Estados Unidos. Por lo que lo único a lo que aspirabamos era a boletos de pie en una terraza detrás del jardín derecho. Lo primero que cruzó nuestra cabeza fue buscar a los revendedores de boletos que seguramente tendrían lugares sentados.

Encontrar cuatro boletos juntos era una cosa rara y eso les subió el valor. Después de buscar por un buen rato y a punto de darnos por vencido nos encontramos con un tipo que se presentó con el nombre de James y nos ofreció cuatro boletos juntos en lugares inmejorables a precios accesibles. Pero aún así era bastante caro y terminamos en el cajero sacando lana para entrar al estadio en ese soleado día de mayo. A final de cuentas cerramos el trato mientras James me hacía algo de plática. "Les daría unos boletos que son mejores, pero creo que los puedo vender mucho más caros. Y hoy ha sido un día bastante ocupado", me dijo balanceandose impacientemente y usando palabras en slang y que me querían dar a entender que realmente trabajaba de sol a sol. A final de cuentas, ¿cuánto tiempo se puede quedar el tipo esperando a vender los boletos?. "No me voy hasta vender todos los boletos que tengo. A veces se venden rápido y otras veces se tardan más, pero nunca falta el par de personas que llegan en la séptima entrada buscando entrar en el estadio. Afortunadamente siempre he tenido suerte." Finalmente cerramos el trato y el buen James nos dio los boletos junto con su tarjeta. "Cuando quieran boletos para cualquier evento deportivo, espectáculos o shows, llámenme".

Poco después nos dimos cuenta de tres cosas. Los lugares no eran inmejorables, el precio no era accesible y el cabrón este en su tarjeta tenía no solo su teléfono y su sitio web, sino también un número 1.800. A final de cuentas y con los boletos en la mano, no nos quedaba de otra que disfrutar el juego. Cosa que hicimos porque los Tigres ganaron 7 carreras a 1 contra un equipo de cuyo nombre ya no me acuerdo. Solo disfrutaba gritarles un rato a los jugadores, aplaudir, cantar, ir por cheves, pizza y hacer la ola, que duró un rato hasta que el equipo local pegó un hit.

Después del juego nos fuimos al Heidelberg Project, pero esa es otra historia.

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