Pasos errantes

Difícil decir de dónde me salió el espíritu errante y cómo se fue desarrollando a través de los años. Las historias de mi papá, la insistencia de mi madre de meterme en cursos de idiomas (cosa a la que acepté muy a regañadientes y que ahora agradezco infinitamente), el ideal del clasemediero mexicano y no dudo que un tanto el síndrome de la Malinche hayan sido responsables de mi amor por el camino. Pero como en la repostería, es necesario tener los ingredientes, mezclarlos y ponerlos a la temperatura adecuada.

El detonador de mi oficio ocurrió hace exactamente 10 años y creo que la ocasión merece que me detenga un momento y mire hacia atrás para recordarlo y retomar sus enseñanzas. Un 11 de septiembre de 2003 me trepaba en un avión transatlántico por mi cuenta propia, con mis idiomas de escuela y unos cuantos euros en la bolsa. Lo que sabía de mi destino eran cuentos de hadas y mitos urbanos. Durante ocho meses tuve que aprender un poco de todo a marchas forzadas. Era adaptarse o quedarse en el intento.

Podría hacer una lista interminable de eventos agradables y no tan agradables que se me tatuaron en el alma, pero esa no es mi intención. Algún día las rescataré, las publicaré y me estancaré en mi nostalgia. Hoy tengo que hacerme un tiempo casi obligado para hacer un tributo a ese repertorio de experiencias que tanto significaron para mi.

Así me vienen recuerdos de cuando por primera vez tomé un tren, cuando el primer día que vi nevar salí descalzo a ver las huellas de mis pies desnudos y sentir la textura del milagro blanco que caía del cielo. De esa impotencia que me dió de perder mi maleta al bajar de un autobús. Más por mi libreta de notas que por mis otras cosas. De las famosas "mitraillettes" y de las resbaladas en el piso congelado para terminar como tortuga.

En el viaje uno tiene que aprender a estar solo, hacer amigos rápidamente, comunicarse a como dé lugar, no dejarse llevar, desprenderse fácilmente de las cosas materiales que no hacen más que estorbarte, a entregarse facilmente y a llorar sin miedo a que te vean. Total, a quien le interese saber por qué lo haces, se detendrá a preguntarte. Y lo más importante, a perderse geográficamente y no dejar que el alma se pierda al mismo tiempo.

En abril de 2004 corrí a todo lo que daban mis piernas detrás de un tren, para despedir a una amiga, mientras el policía de la estación nos decía "es peligroso, no corran". Así corrí hasta perder el rostro de mi amiga que lloraba mientras nos hacia gestos con sus brazos pegada a la ventana. No la he vuelto a ver desde entonces, ni tengo medios para contactarla de nuevo.

En el lapso de esos ocho meses junté un repertorio de p
equeñas y grandes experiencias que todavía cargo conmigo. Al término de esos ocho meses mi mamá me regaló otro consejo. "Hay que hacer que las experiencias te ayuden a crecer y no se conviertan en un lastre que, al final, te dejará decepcionado sin lugar a dudas".

Así pues, me enrolé en eso de adoquinar caminos de terracería. Viajé, me fuí, regresé, compartí y me hice de una banda de almas errantes, como la mía. Me reencontré con mi hermano, que no deja de ser una de mis almas gemelas y sigo coleccionando historias con las que aburriré a mis nietos cuando sea viejo.





Comentarios

Violeta ha dicho que…
qué buena rola!!

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