Canto nocturno de los marineros andaluces

Lolita dice que tengo mucho tiempo para escuchar música mientras estoy en el carro y cuando llego al otro lado de mi trayecto diario anoto la canción, la busco en YouTube o la añado a una lista en Spotify (cuando están ahí). Lo cierto es que la mayor parte de mi trayecto me la paso de estación en estación o escuchando reportajes y que ese repertorio de canciones nuevas o viejas las saco más bien de la música ambiental que voy recogiendo de los lugares en los que he estado. No es poco común verme levantar el celular para que Soundhound me diga que escuchamos, o que interrumpa una conversación para preguntarle al dueño del aparato de sonido, ¿Qué estamos escuchando?

La melomanía solo la puedo explicar con el hecho que crecí rodeado de música. Mi papá tocaba todos los días al regresar del trabajo y nos cantaba antes de dormir. Tanto mi mamá como mi papá nos alhentaban a tocar y a cantar por cuenta propia. Ellos son una fuente frecuente cuando tengo que explicar a conocidos y extraños por qué me tengo ese sentido musical, bueno o malo. 

Si embargo, hace algunos días me regresó a la memoria ese paisaje musical que crecía en los departamentos de Coyoacán, más allá de la puerta de mi casa. Justo arriba de mi casa había un músico que tocaba el piano y al que solo conocí por el nombre de Beto. Cuando lo veía era muy agradable con nosotros, pero casi siempre hablaba con mis papás. Su departamento era sumamente blanco y ordenado, lleno de discos y libros que estaban acomodados en libreros. Era como una biblioteca. De su música solo recuerdo notas de piano de manera muy esporádica y tengo más en la memoria su historia personal que otras cosas. 

Cuando fuimos más grandes, llegamos a platicar de música medieval, barroca y ópera en uno de los viajes a México. En esa ocasión le regaló a mi hermano un disco con la ópera Rigoletto. Después de eso, se mudó a otro lado y nunca más lo volvimos a ver.

Justo abajo de nosotros estaba el Venus, nombre con el que me refiero a ese tío. Después de mi papá, una de mis mayores influencias musicales. Tenía en los 80s un grupo que se llamaba Garabato y tocaba para otros músicos, entre ellos Amparo Ochoa. Recuerdo sus ensayos en los que el estacionamiento se llenaba del eco de las percusiones y los guitarrazos que seguido se alargaban hasta tarde. Su departamento era muy pequeño y lleno de arte étnico de todos lados. En esa edad, entrar a su casa era como subirse en el submarino amarillo. Lleno de sonidos y colores. 

Finalmente, al fondo del estacionamiento estaban Hilario y Micky. Él, un músico chiapaneco con especialidad en la marimba. Ella, su pareja e intérprete, aunque no cantaba mucho. De Micky recuerdo que era muy blanca y con la piel de la cara arrugada y chupadita. Cuando hablaba, me parecía que tenía una canica en la boca. Tiempo después entendí que así es como hablan español los franceses, aunque para ese momento asumía que era porque estaba viejita. 

Hilario tocaba mucho el piano y la marimba. Su departamento tenía dos puertas, por una de ellas comunmente sacaba la marimba para sus tocadas. Creo que alguna vez tuvo problemas con alguien por usar las áreas comunes, ya que los instrumentos parecían estar siempre ahí. No recuerdo haber entrado nunca a ese departamento mientras ellos vivieron ahí y siempre escuché que el baño que ellos tenían era el más antiguo del edificio. De sus ventanas siempre salía un olor a incienso y a otras hierbas recreativas, por eso siempre estaban abiertas. Desde afuera se alcanzaban a ver dos máscaras de alguna región del país con forma de diablo. Rojos, con cuernos negros y barbas de pelo de caballo. El resto de la casa estaba lleno de papeles, figuras y decoraciones que daban la impresión que uno estaba ante el cabinete de un chamán o curandero. De tal modo que afirmaba que si las brujas existían, seguramente vivían en un lugar como ese.

Ellos tambien fueron mi primera referencia de beatniks. Hilario era moreno, de pelo blanco que le crecía alrededor de la cabeza, dejando una cresta brillosa en la parte superior de la cabeza. Cuando nos asomabamos estaba frente a su instrumento con un montón de hojas llenas de pentagramas en el atril. Siempre recuerdo verlo sonreir. A Micky le gustaba la tranquilidad y no le agradaba que fuera interrumpida por otro desmadre que no fuera el suyo. Alguna vez nos salió a regañar cuando la pelota de futbol le pego en su ventana. Aún así nos enseñó mis primeras palabras de francés e intentó enseñarnos a jugar ping pong correctamente, cosa que aprendería más tarde en la vida. 

Micky, mucho más grande que Hilario, murió de un día al otro. A él le dolió hasta el alma su partida, regresó a San Cristobal de las Casas donde poco después desapareció sin dejar rastro alguno. 

Ayer, en una de esas curvas de la memoria, me regresó a la cabeza ese paisaje auditivo de mi infancia en la gran Tenochtitlán.








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