Final de semana, noviembre 2015

Después de casi tres semanas de viaje que resultaron en un serio cuestionamiento de mis modos de vida, por fin tuvimos un fin de semana normal en casa para disfrutar de la ciudad. A final de cuentas, la ciudad no se conoce desde la oficina, hay que salir a conocerla un poco más. Como es de esperarse, el resultado fueron kilómetros de desgaste de las suelas de mis zapatos.

El viernes perdí por poco el autobús que llevaba a casa. -Si no me hubiese parado para despedirme de fulano,- pensé. -El comentario que le hice fue completamente opcional y pude haberlo dejado pasar. Ahora tengo que esperar casi media hora a que pase el siguiente.-  Después de treinta segundos de lamentarme decidí que el clima estaba lo suficientemente atemperado para caminar hasta el puesto de bicis, que no tenía bicis, así que decidí caminar a la parada de autobuses del Museu Casa Brasileira, en el que pasan tres líneas que me dejan en casa. Cuando llegué me di cuenta que ya había caminado tanto que bien podría seguir caminando hasta cruzar la estación de metro y llegar a casa.

Llegando a casa me encontré a Lola sembrando semillas de hierbabuena y perejil. Con ganas de una cerveza nos fuimos al pequeño bistro que está a dos locales del edificio. Cayó una tromba que duró horas y que nos mantuvo cautivos durante un buen rato comiendo bolitas de arroz, bebiendo cerveza y platicando de la vida y del amor.

A la mañana siguiente le di un itinerario bastante largo a Lola para hacer el sábado, del cual solo hicimos probablemente un 10%. Pero primero, mi mujer me embadurnó de bloqueador solar para que no me quemara. -No te quiero rojo como camarón.- En el camino nos topamos con un mercado sobre ruedas, que nos desvió un par de cuadras del camino, pero nos deleitó con el paisaje visual y sonoro. Me encanta escuchar a los vendedores cantar sus ofertas con el ritmo del barrio en el que están.

Siguiendo el camino, caminamos hasta la plaza Benedito Calixto para vagar por el mercado de antiguedades y las galerías de artesanías que ya se instalaron alrededor de la placita. Le compré a Lola un par de vestidos para los que encontrará alguna excusa para no ponerselos regularmente, pero se los pondrá cuando quiera hacerme sentir bien. De ahí nos fuimos a las escaleras de Patapio, que recientemente fueron renovadas con varios centenares de azulejos en los frisos de los escalones, que vistos a la distancia forman imágenes y componen poesías. Adornado con los graffitis que son obligatorios en casi cada pared vacía de la ciudad. Si lo comparo con el "beco de Batman", creo que este me gusta más.

Al pie de las escaleras había un pequeño mercado de comida hipster con un trío de jazz tocando. Ahí nos comimos una torta con una cheve para quedarnos a escuchar al grupo. Al final, la media torta fue suficiente para llenarnos de energía para hacernos continuar nuestro paseo por un par de galerías y librerías de la Vila Madalena. Aunque tal vez pudimos quedarnos a tomar otra cerveza en un boteco, seguimos caminando hasta la plaza "Por do sol", desde donde se aprecia un paisaje inusualmente verde de la ciudad, para babosear un rato y leer un libro.

Por la noche, nos fuimos con Ale y Fernanda a tomar un trago. Aunque la misión era que Ale se pusiera más borracha que todos, ella salió ganandonos a todos.

Alguien me dijo hace mucho tiempo que lo que necesitaba era caminar, caminar mucho. No recuerdo en qué circunstancias, pero se me quedó bien grabado. En fin, esto es solo un registro de una caminata por la ciudad a la que llamo casa, por ahora.


 


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