Cuando todos pensaron que habíamos desaparecido.

Este sábado tuve la oportunidad de ir a la ciudad de Santos al festival de teatro "Mirada", que organiza el SESC, un gigante en materia cultural en Brasil. Durante conversaciones previas con los organizadores nos comentaron con mucha emoción las obras mexicanas que vendrían y el interés que tenían en traer teatro fuera de lo común, como es el caso de estas obras.

Por motivos de tiempo, este fin de semana solo pude ir a una, "Cuando todos pensaban que habíamos desaparecido", de la compañía de teatro Vaca 35. En la obra, los actores reconstruyen las historias que vivieron con familiares ya fallecidos y recolectando historias de otros tantos que dejaron su vida en situaciones que afectan el entorno de cada uno de sus personajes. Así se mezclan historias personales con otras que son más conocidas por el público asistente y revisten a la muerte con un manto de familiaridad. Los personajes se van entrelazando en una red de amor y odio en la que lloran, juegan y cantan alrededor de una mesa.

La obra es bastante simple, pero se convierte en un encuentro especial gracias a un par de elementos añadidos: Al empezar la obra los actores están en una mesa de cocina, picando cebolla, jitomate, asando chiles y calentando salsas mientras cantan y bailan coplas españolas al compás de una guitarra. A lo largo de la obra, cuatro de los personajes van cocinando un platillo típico mientras platican en corto, la historia de cómo aprendieron a cocinar ese platillo y por qué esa comida les recuerda de sus raíces y del lugar del que vienen. Al término de ella, instalan un pequeño altar en el escenario e invitan a los espectadores a comerse el plato de la mamá, la abuela o la tía.

Las palabras son un excelente medio para representar una idea o sentimiento, pero no son el único. El teatro aporta el lenguaje corporal, La adición de la música, la danza y la experiencia sensorial de estar dentro de una cocina, bien que mal armada, dotan a la obra de ese proceso de intimidad que toda cocina tiene. El olor a chile quemado mientras te platican de aquel rancho en Apatzingán donde la abuela preparaba los chiles rellenos con chocolate en agua; la falta de un material remplazado con otro, porque este no se encuentra aquí; la anécdota personal y el ingrediente secreto, literalmente sazonan una historia de la que ya formamos parte, porque ya sabemos su secreto.

La cocina no lo era todo, y las mesas eran intermitentemente usadas para desarrollar nuestra historia, en algún momento la tranquilidad se pierde y los ingredientes vuelven a convertirse en utilerías que vuelan por los aires y caen sobre las ropas y cabezas del espectador. Las ollas tiemblan porque ya se acumuló mucho vapor en ellas y la grasa de la carne empieza a estallar. La comida reclama su lugar en la historia y los actores necesitan volver a atenderla. La obra termina cuando la comida está lista. Los pocos espectadores son llevados a un segundo escenario, en el que comparten entre todos la comida, teniendo la oportunidad de platicar con los actores y demás espectadores en un encuentro que fue preparado dos horas antes, cuando se cortó la primera cebolla. De todas las comidas me deleité con los huanzontles, que hace años no comía. "Me da miedo darle esto a un mexicano, porque nunca queda contento", me dijo José al enterarse que era mexicano. En realidad no importó, lo importante fue disfrutar de un bocado que cuatro personas prepararon para nosotros.


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