El sabor de las tierras

Aprendí a cocinar cuando viví solo, por las buenas solo observaba y asentía. Las pocas veces que intenté cocinar para mi familia o amigos terminamos buscando una alternativa de comida o simplemente tirando la porquería que me había salido. Como lo mencioné alguna vez, eso de convertir un montón de elementos crudos en algo sabroso era cosa de magia, y no todos tenían esos poderes mágicos.

Comencé cocinando en casa porque comer fuera era bastante caro y, en ese tiempo, no tenía acceso a una cocina económica ni nada de eso. Para mis pulgas, cocinar es una tarea meticulosa, en la que la cocina se convierte en laboratorio de experimentos. Los ingredientes se miden con un cierto grado de precisión. Leía recetas y libros que trataban sobre la cocina. No aprendí a cocinar con mi mamá ni con un chef francés, pero ellos me dejaron herramientas que luego volví a utilizar en mi experiencia práctica. A final de cuentas terminé tomándole un gusto a la cocina, aunque no soy un cocinero nato. Esa meticulosidad mezclada con mi falta de instinto en la cocina termina de vez en cuando en fallas graves o aciertos inesperados, además de un desorden bíblico en la cocina que tarda tiempo en regresar a su estado natural.

Hace poco Lola y yo comenzamos a ver una serie de programas que se llaman "Cooked" en Netflix. Lo que más se me quedó grabado de ella fue el concepto que cocinar es una de las actividades que nos hace humanos. Nuestros estómagos evolucionaron de modo que no pueden digerir muchos ingredientes crudos, necesitamos de su cocción para poder aprovechar los nutrientes de la comida. La cocina marcó el desarrollo de nuestras sociedades a partir de sus recursos disponibles. Las celebraciones son hechas en torno a una mesa, con comidas especiales que denotan la importancia de la fiesta. A pesar de ser el producto de miles de años de historia culinaria, hoy estamos más desarraigados que nunca de la actividad en la cocina. Al terminar de ver cada episodio te daban ganas de levantarte y cocinar cualquier cosa, aunque tan solo fuera calentar agua.

En una reflexión con Lola, concluimos que los mejores lugares en los que hemos comido son aquellas en las que estamos en contacto con la gente que hace la comida, en la que somos partícipes del proceso creador y del respeto y cariño que tiene el cocinero por la comida en sí. El primer nombre surgió en la boca de Lola; Monica. Desde la preparatoria ella me platicaba de cuando se ponía a hacer salsa de chile morita con su familia y la casa quedaba por días oliendo a chile, o de cuando hacían rosca de reyes siguiendo la receta de "Como agua para chocolate". Ella nos inculcó una de las mejores tradiciones entre nuestro grupo de amigos, las cenas colectivas en las que todos hacíamos nuestras mejores pastas de lata. Siguió Alhelí, con sus pasteles de mamey de los que tanto me platica y que no he probado. Otro de ellos es David Terrazas, quien me enseñó su receta para beber vino blanco mientras se hacía una salsa de tomate para la pasta. La fritanguera en Oaxaca que preparaba sus tlayudas mientras jugaba con Balam, que desde sus pocos años de vida es testigo de esa tradición milenaria. O Carlos, que es cocinero de profesión y platica de manera simple la elaboración del ceviche peruano, que tiene que ser forzosamente acompañado con música criolla.

Es curioso como tener un contacto directo con las personas que hacen la comida y te hablan de ella con orgullo crean una experiencia sensorial mucho más agradable. Es así como comer tamales con atole en jicarita en una plaza en Valladolid sabe más rico que una mesa reservada con tres días de anticipación y pagada con tarjeta de crédito porque, claro está, nadie lleva en su cartera lo que cuesta la cuenta de esos lugares.

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